Me conmovían su belleza, sus pantalones vaqueros, sus
blusas que convertían mi instinto básico de poeta en
el instinto de un peón caminero. Y una tarde, en esa
casa, ocurrió lo imprevisto. Me enamoré de una de sus
amigas. Sin decir nada. Sin saber si el amor puede ser
invisible, una ludopatía, un espejismo o una cotización
en bolsa. Me enamoré en silencio con una copa de coñac
en la mano. Nunca más volví a tomar coñac.
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Me pregunto por la cafetería
de la estación del Portillo, a la que iba de joven cuando
jugábamos a ser poetas simbiolistas sin saber lo que era
el simbolismo. Me pregunto por el recorrido que hace
el Rosario de Cristal y por el paraguas que olvidé en
un lugar al que no regresé jamás. me pregunto por las
tardes felices, legendarias, cuando subo a la terraza del
Cabezo Buenavista para tomar una Fanta.